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sábado, 28 junio 2025

El Encierro en Cinco Sentidos: Cinco del Cinco, Quinto Peldaño de la Escalera Sanferminera

Cinco del cinco de dos mil veinticinco, cinco de mayo, quinto peldaño de la Escalera Sanferminera. Cinco sentidos para sentir el Encierro, cinco sentidos para vivir San Fermín. Sí, el tiempo vuela y avanza sin piedad, y ya estamos en el antepenúltimo escalón; ya se siente cerca, ya tenemos el verano a la vuelta de la esquina. En este quinto peldaño, voy a hablar de los cinco sentidos.

Cinco sentidos para sentir el miedo.
Cinco sentidos para vivir la amistad.
Cinco sentidos para sentir el toro,
cinco sentidos para reír,
cinco sentidos para llorar,
cinco sentidos para sentir,
cinco sentidos para amar,
cinco sentidos para luchar,
cinco sentidos para correr,
cinco sentidos para volar,
cinco sentidos para fluir,
cinco sentidos para triunfar,
cinco sentidos para vivir…
Cinco sentidos para sentir la vida.
Para vivir San Fermín.
Para sentirse más vivo.
Para ser feliz.

La Vista:

Creo que el primer sentido por el que a todo humano nos entra el encierro es por la vista. Desde pequeños vemos en televisión ese vals de personas y toros danzando por las calles del Casco Viejo de la Vieja Iruña. Un vals que nos hipnotiza por su color, por ese blanco y rojo predominante, por ese blanco pureza y rojo pasión que nos enamora. 

El recorrido visual en el encierro es muy potente, pues se mezcla con la luz del alba, esa luz del amanecer que tan bonito hace el paso de los preciosos toros por Mercaderes, por ejemplo. Esa luz que ilumina a las dos mil almas que esperan en la calle la salida de los toros, esa luz que ilumina los lomos de los preciosos ejemplares que viajan hasta Pamplona, esos lomos brillantes cubiertos de polvo. Esa luz que entra por la Cuesta de Santo Domingo y que crea magia cuando los corredores levantan los periódicos al cielo para rezar cantando al santo. Esa luz que nos hace ver cómo se levanta el polvo cuando la manada arranca de los corralillos de Santo Domingo. Esa luz distinta, esa luz cálida y dorada, esa luz especial de las primeras horas del día.

A través de la vista, también apreciamos los rostros de quienes se dan cita en la calle, esos rostros concentrados; sentimos su miedo, vemos en sus ojos la responsabilidad y nos transmiten su tensión. Por los ojos también nos entra la satisfacción de las sonrisas de después, el brillo de los ojos de la labor cumplida. 

Gracias a la vista también contemplamos la belleza del entorno, con tantos balcones poblados de personas vestidas de blanco con su pañuelo rojo, el color de los adoquines, de las piedras del Casco Viejo. Por la vista, contemplamos al Santo Morenico; por la vista nos llegan las imágenes de extraordinarias carreras, también de los percances y de todo lo que sucede en esa peculiar danza de animales y humanos. 

Por la vista apreciamos la majestuosidad del animal más bello del planeta en su máxima expresión: el Toro de Pamplona. Esos toros bellos, con trapío, con fuerza, con pelajes envidiables, con pitones afilados apuntando al cielo, con miradas perfectas, con presencia impecable, con los rizos apretados, con las carnes prietas de tanta preparación. Musculosos, guapos, perfectos.

Para el corredor, es fundamental tener este sentido desarrollado, pues siempre hay que mirar. Hay que mirar delante y, por supuesto, hay que mirar atrás. Delante, para salvar cualquier obstáculo que te encuentres en carrera: tropiezos, caídas, tapones, gente que no utiliza la mejor de las artes para correr, gente sucia…; y detrás, porque nunca hay que perderle la cara al toro.

Hay que mirar antes, durante y después: antes, para ver cómo viene la carrera e intentar ver ese hueco imposible donde entrar a correr; durante, porque —como digo— no hay que perderle la cara al toro (y, por cierto, las carreras más bonitas son las de aquellos que en el trayecto funden sus miradas con las de los toros: la comunión perfecta); y después, porque nunca sabes qué puede venir por detrás una vez que te retiras.

Así que, imprescindible utilizar este sentido: siempre alerta con la vista.

La vista del corredor al entrar en la Plaza de Toros de Pamplona con los toros en la espalda, respirándole en los riñones. Esa entrada perfecta con el periódico en la mano, el brazo atrás, a un metro de distancia… Más de 20.000 almas observando en los tendidos, con el sol de frente y el ruedo despejado. Ese momento en que entregas el toro, o los toros, a los dobladores para finalizar la faena, ese momento en el que apreciamos la sonrisa de la satisfacción. Un instante único que se graba en la memoria. En ese momento, la vista del corredor se cruza con la inmensidad del gentío de la plaza, con el rugir del público y con la sensación de haber cumplido con lo previsto, de haber sido parte de algo eterno, histórico y maravilloso. Ese último vistazo antes de retirarse, bajo la mirada del toro y la multitud, es lo que convierte la entrada a la Plaza de Toros en algo inigualable. 

Importante la vista en los fotógrafos y cámaras de televisión que inmortalizan para la historia cada una de las carreras que en esa semana suceden. Dicen que lo que no se ve, no existe. 

La vista es, sin duda, el sentido que más famoso ha hecho el Encierro de Pamplona, pues muchos son los habitantes del planeta que se quedan fascinados cuando contemplan cualquier imagen del Encierro y de San Fermín. Cuando alguien se enamora del Encierro viéndolo por televisión, lo hace gracias a la vista. 

El Olfato: 

Las personas que sólo han visto el Encierro por televisión, esa gente que no ha podido disfrutar de una mañana de San Fermín en la ciudad, se pierden todos los olores del Encierro, todos los olores de San Fermín, todos los olores de la fiesta. 

El miedo se huele, se siente, pero no sólo el miedo. Ese olor de las calles mojadas, limpias después de una noche de fiesta infernal. El aroma leve de la bruma mañanera, mezclado con el frescor de los adoquines húmedos, la piedra antigua del Casco Viejo y el inconfundible olor de la madera del vallado.

El olor de los toros, el de los bueyes. El olor al café de la mañana, o al chocolate caliente, a los churros recién hechos, el inconfundible aroma de los bocadillos del Juanito que impregnan el ambiente tras la carrera, o el de la bollería y el pan recién horneados del establecimiento de enfrente.. El olor a galletas de una tienda maravillosa que hay en plena Estafeta. El olor del periódico recién comprado. El olor a limpio de los corredores recién duchados, a desodorante o a perfume. El olor de la pólvora de los cohetes. 

El olor a “Reflex”, que delata que los corredores ya han caído o se han llevado golpes en días previos, facturas del Encierro. El olor tenue de la cera encendida y derretida en la hornacina del Santo. A veces, el olor a lluvia, fresco y fugaz, se cuela en el aire, para multiplicar los nervios, para mojar los periódicos, para recordarnos que todo es imprevisible. El olor de la tensión en el aire, de una ciudad que se prepara para vivir, un día más, algo extraordinario.

No todos los olores en las mañanas sanfermineras son agradables, aunque forman parte de la fiesta y de la esencia de San Fermín: el olor a sudor, el sudor del miedo. El olor que desprenden quienes no han dormido: a alcohol, a resaca, a tabaco, a fiesta. El olor a orín de esa gente incívica que puebla Pamplona en esa semana de julio. El olor denso, estéril, a antiséptico, a hospital, que acompaña la labor impecable de los servicios sanitarios.

Y, a veces, el olor a sangre, un recordatorio de la verdad de nuestra fiesta: descarnada, sincera, real, cruda, inapelable, única; un olor que se percibe de lejos y que jamás se desea.

El Gusto: 

Pamplona tiene un sabor especial, en todo. En Pamplona hasta el agua sabe distinta. Las carreras tienen un sabor inigualable, también el miedo sabe distinto. Esa boca seca en la previa de un encierro, esa sensación que ni litros de agua consiguen paliar. Que sólo la satisfacción de un buen encierro le pone solución. 

Ese sabor del almuerzo de después, sabor a alegría, sabor a productos de la tierra: sabor a huevos fritos con todo, sabor a espárragos de Navarra; sabor a txistorra y a ajoarriero; sabor a rabo de toro y albóndigas con tomate; sabor a alcachofas con almejas, a pimientos de Lodosa y a cogollos de Tudela. Sabor a magras con tomate, a panceta, a unas buenas potxas. 

Hay sabores que no se olvidan porque no son de la boca, sino del alma. El sabor de los almuerzos con los amigos; cualquier cosa ahí sabe distinto a cualquier otro día del año. El de un bocado compartido después de una carrera buena sabe a gloria. Y hasta la misma Coca-Cola tiene ese sabor a recompensa, a calma, a “todo ha salido bien”.

El sabor de la tensión en el aire, que se siente como un toque ácido en la lengua antes del encierro. Sabor a café, a chocolate con churros, a galletas tradicionales, a patxarán, a gintonic, a kalimotxo. Sabor a un buen vino blanco en el almuerzo, o a la Coca-Cola Zero de los que más se cuidan. Y, sí, el sabor metálico de la sangre, ese que deja la huella de los nervios y los golpes. 

El sabor dulce de las miradas cómplices de después, esas miradas a las que no hace falta ponerles palabras, esas miradas con las que se entiende todo, esa dulzura de las sensaciones compartidas. El sabor de la admiración de los niños, puro, limpio, inolvidable; esas miradas que son como caramelos de inocencia que se pegan en el alma. El sabor a triunfo, el sabor a vida. Sabor a San Fermín, sabor distinto, sabor único. Así sabe la vida. 

El Tacto:

Otro de los sentidos más importantes, otro de los sentidos que hay que estar en la calle para sentirlo. Esos abrazos de antes en la Cuesta de Santo Domingo. Dicen que quien no ha visto toros en el Puerto, no sabe lo que es una tarde de toros; pues bien, quien no ha sentido un abrazo a pocos minutos de un encierro en la Cuesta de Santo Domingo, no sabe lo que puede ser un abrazo.

El tacto del aire en la cara antes de la carrera, precisamente cuando a veces falta el aire; esa brisa fría que te recorre la piel y te prepara para lo que viene. El tacto de la tela de la camisa pegada a la piel, ese sudor pegajoso, el peso de la espera. El tacto de las gotas de agua en los días de lluvia, esa frescura en la piel que casi alivia, la humedad que se mezcla con la tensión del ambiente. El tacto de los latidos del corazón cuando en Santo Domingo se elevan los periódicos al cielo. 

El tacto de tus propias sensaciones físicas, esas incontrolables, esas que te golpean cada mañana antes del encierro. Las manos sudorosas que se resisten a calmarse, los músculos tensos, las arcadas que aparecen sin previo aviso, el nudo en el estómago que parece multiplicarse con cada segundo que pasa. Ese malestar que no se puede dominar, que recorre todo el cuerpo, que se manifiesta aunque intentes evitarlo. Las piernas, inquietas, sin parar de moverse, como si intentaran escapar de la ansiedad, como si intentasen golpear a la incertidumbre.

Tacto inevitable con tus vecinos de vallado, o de balcón. Tacto inevitable con el corredor de al lado. Los empujones, los agarrones… El contacto duro con el adoquín en una caída. El tacto del periódico, que en ocasiones termina arrugado y borroso por los nervios. El tacto de las medallas, los rosarios, los amuletos. El tacto al tocar al Santo, aunque ahora nos piden que no se haga, hay que cuidar la figura. 

El tacto divino, etéreo, invisible, con San Fermín, con Dios, con tus ángeles del cielo. Ese contacto tan necesario para muchos con lo eterno, el contacto con la fe, con lo sagrado, con la magia. El contacto, también invisible, del capotico de San Fermín, ese que aparece cada mañana en las calles en forma de milagros. El tacto de los besos al mural del Santo. El tacto de los besos entre amigos, entre parejas, entre padres e hijos, entre casi desconocidos. El tacto de la madera cuidada de los vallados, de la que se percibe la historia con solo tocarla.

El tacto del roce involuntario con los toros, ese contacto fugaz, peligroso, que te hace sentir lo que está en juego. El tacto criminal de aquellos que lo tocan conscientemente, sin respeto, sin cuidado (ojalá más sanciones). El tacto de las varas de los pastores frente a las imprudencias. El tacto de las vibraciones del suelo de las calles. El tacto del polvo que sueltan los toros mientras corren, esa nube que te golpea suavemente. El tacto del albero en la Plaza de Toros. El tacto de las manos suaves de las enfermeras en una cura, o de las manos expertas de Don Antonio curándote en La Cuesta de Santo Domingo. 

El tacto de las apreturas, de la multitud que te rodea, esa presión que te aplasta, que te abraza, que te empuja, que te agobia. El tacto de las montoneras, ese roce asfixiante y peligroso, donde el espacio se vuelve un lujo y el aire escaso. El tacto de la vida misma, cruda y directa, sin adornos, que se siente en cada presión, en cada aliento compartido, en cada movimiento. Esa sensación de estar rodeado, de no tener espacio, pero al mismo tiempo ser parte de algo grande, de algo inmenso.

El tacto de una pezuña en un pisotón, el tacto de un pitón en una cornada, ese dolor que quema, que nos recuerda la verdad de todo esto. El tacto de un policía sacándote del recorrido. El tacto del sol en la piel después de la carrera, el calor que te envuelve, como una recompensa que te dice que todo ha valido la pena. Y, por supuesto, el tacto de los abrazos de después: únicos e incomparables.

El Oído: 

Hace poco me decía alguien que no hay una música especial de Pamplona, o algo así… Una daga clavada en el corazón duele menos que esa frase.

La música en San Fermín es imprescindible, es única, y es nuestra: nuestra música sanferminera, nuestra identidad, nuestro sentimiento. Desde el Vals de Astráin en el Riau-Riau, hasta las dianas del Maestro Bravo y de La Pamplonesa recorriendo el Casco Viejo —como dice Chapu en su 7 de Julio, que escribió su padre: “Ella, La Pamplonesa, es la banda sonora de la gloria, la música del alma”—, pasando por el himno de cualquiera de las peñas, los pasodobles de la tarde acompañando a las mulillas a la Plaza de Toros, o las míticas canciones del sol: El Rey, No hay Tregua, Eurovisión, La Chica Yeyé

La música en San Fermín está presente todas las horas de todos los días de las fiestas (y del año): la jotica al Santo del día 7 en la Cuesta de Santo Domingo, las jotas navarras por las calles, las charangas, las peñas, las danzas de los Gigantes, las canciones del Pobre de mí alternativo, que son disparos al alma, al corazón y a los ojos en ese momento, difíciles de controlar.

Cuando cualquier día de encierro estoy en la Bajada al Callejón a las siete de la mañana y los acordes de la Banda del Maestro Bravo comienzan a sonar en su desfile matinal por la calle, el corazón se encoge y los nervios se acentúan. Esas dianas tan especiales que motivan a cualquiera, creo que paso todo el verano tarareando la Diana 3, mi favorita. 

Los sonidos de la mañana son demasiados; en Pamplona se escucha hasta el silencio, cuando jamás existe. Desde el canto de los pájaros en la Cuesta de Santo Domingo, hasta las campanas de San Cernin, que nos advierten que en un instante se volverá a escribir la historia. El potente ruido de los cohetes rompiendo el cielo pamplonés. 

Sin duda, el sentido que más distorsiona el encierro cuando se ve por televisión. No son los mismos sonidos, no son las mismas sensaciones. El oído en Pamplona, en San Fermín y, concretamente, en el Encierro, es fundamental.

El sonido inconfundible de las pezuñas contra los adoquines cuando los toros comienzan a ascender por el recorrido. El sonido de las varas de los pastores, el sonido de las zapatillas contra el suelo cuando los mozos llevan un ritmo frenético y la adrenalina está al máximo. El sonido del crujir de la madera de los vallados. El sonido de los cencerros de los bueyes y el de los bufidos de los toros. 

Por el oído nos llega el rezo cantado al santo, esos versos en los que los corredores piden en tres ocasiones su protección. Por el oído nos llegan las suertes, los consejos, los ánimos. También, las anécdotas, la euforia, la pena y las risas de después. Por el oído nos llega el sonido de los golpes contra el suelo, o de los toros contra el vallado ciego de la curva de Mercaderes. 

Las voces de los narradores de radio que están apostados en cada tramo del recorrido, y que narran el encierro con intensidad y pasión. Por el oído nos entra el sonido de los disparos de las cámaras de fotos. Por el oído nos entran los gritos de los corredores: “¡Corre! ¡Va! ¡Vamos! ¡Están aquí! ¡Sigue, que puedes, lo tienes, tira…! ¡Toro por delante!” Por el oído nos entran los gritos de la gente de los balcones, esos gritos que a veces son inexplicables y que otras sobrecogen, pero que, sobre todo, son indicadores de por dónde va la carrera.

El sonido de la plaza, la algarabía de la fiesta antes de que se lance el chupinazo de las ocho, esas dos horas de música y cantos incesantes, que, sinceramente, a veces me cuesta procesar… El ruido de los aplausos cuando los tendidos ven entrar a mozos y toros. Sonidos de risas, de charlas, de gritos, de cantos. Sonidos de jóvenes sin dormir, de niños recién levantados, de aficionados que siempre acuden a la plaza, como un señor que me dijo que lleva décadas sentándose en el mismo sitio de la barrera pegada al callejón. Ese bullicio opuesto a lo que en esos momentos se vive en la calle. El sonido de la megafonía: “retírense en abanico, dejen trabajar a los dobladores”. 

El sonido de los teléfonos, esas llamadas de después. Hasta hace no mucho, muchos teléfonos quedaban guardados en la librería de Marcela. Así que había un sonido que era horrible, el de un teléfono sonando que nadie había recogido, señal inequívoca de que algo no había ido del todo bien. A veces, vivo con el miedo a ese sonido. 

El sonido de los murmullos de antes, el de los corrillos de después. El sonido de los besos, de los que esperan, de los que se reencuentran. El sonido de los carpinteros, montando y desmontando: ese sonido que el día 14 a las ocho y cinco de la mañana nos parte el corazón en dos y hace que las lágrimas asomen sin permiso. 

Y, por supuesto, también nos llega el sonido de las sirenas de las ambulancias. Ese sonido que no queremos escuchar nunca, ese sonido que nos pone la piel de gallina y que nos dice que algo ha salido mal. Ese sonido desagradable, pero que a la vez nos transmite confianza y seguridad, sabiendo que en Pamplona estás en las mejores manos.

Hay un corredor que no puede escuchar el encierro, en realidad, son varios los mozos que por desgracia se pierden estas sensaciones, y son las vibraciones de la carrera por las que se guían. Sergio no oye, pero se podría decir que ni falta le hace, pues cada mañana brilla como pocos con su talento natural. No puede oír, pero vive el encierro con cinco sentidos también: el quinto, el alma. Porque, en definitiva, el encierro de Pamplona se siente y se vive con el alma y el corazón.

¡Viva San Fermín! ¡Gora San Fermín! Ya Falta Menos. 

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